Reencuentros en la tercera fase

por Carlos Verdaguer

Mantener las distancias está demostrando ser una estrategia sumamente eficaz para la contención de un virus sobre cuyo comportamiento real sigue reinando la incertidumbre en los ámbitos científicos, excepto en lo que se refiere a su relación directa con las aglomeraciones humanas. El principio de precaución ha constituido de nuevo el más adecuado para hacer frente a lo incierto sobre la base de lo seguro.

Castellana

Imagen del eje de la Castellana en Madrid el 22 de marzo de 2020, en plena fase de confinamiento.

Sin embargo, en aras de la coherencia, conviene aplicar también este principio a la hora de articular estrategias para afrontar el escenario post-confinamiento desde la óptica de la planificación urbana y territorial para evitar el riesgo de que el miedo a un virus invisible, pero indudablemente urbanofóbico, nos conduzca irremediablemente a arrojar al niño con un agua en este caso demasiado limpia.

Conviene, en este sentido, volver la vista atrás para comprobar que este riesgo se materializó ya en la propia historia del urbanismo y que aún estamos pagando las consecuencias del higienismo monofuncional que contribuyó a estigmatizar hace un siglo la ciudad tradicional en sí misma como el foco de todas las enfermedades debidas al hacinamiento y la aglomeración, llevando al paroxismo las políticas de sventramento (destripamiento) de los tejidos tradicionales que se habían iniciado con el urbanismo decimonónico haussmaniano. El éxito real en la lucha contra las plagas urbanas que formó parte del propio origen del urbanismo como disciplina en la forma de las leyes sanitarias inglesas y francesas de los años 40 del 1800, y que permitió la supervivencia de la ciudad como artefacto civilizatorio, parecía suficiente garantía para seguir avanzando hacia las formas más radicales de cirugía higienista que emergieron en las primeras décadas del siglo XX.

No hay que olvidar que la redacción definitiva de la Carta de Atenas, el catecismo del Movimiento Moderno en el que se inspiró la reconstrucción urbana a partir de la segunda posguerra mundial, corrió a cargo de Le Corbusier, un hater declarado de lo que denominó despreciativamente la calle corredor, es decir, la calle con frentes comerciales en planta baja, acera y calzada, arbolado de alineación y demás elementos que, sin perder la continuidad con la calle-zoco de la ciudad medieval, habían caracterizado hasta el momento a la ciudad como expresión espacial y social de la convergencia entre la urbs, la polis y la civitas, como escenario complejo y dinámico de la socialización y la mezcla de usos. 

La propuesta 'visionaria' de una ciudad de funciones separadas, formada por grandes bloques y torres residenciales ampliamente distanciados por amplísimas avenidas para permitir el paso del sol hasta el último rincón de cada vivienda, e inmensos parques que cubrían el espacio 'liberado' por la  edificación en altura, con recorridos explícita e implícitamente concebidos para una movilidad motorizada destinada a conectar usos meticulosamente distanciados, fue abrazada con entusiasmo a la izquierda y derecha del espectro político, tanto por el sector público como por el sector privado, fascinados por las imágenes luminosas, carentes de sombras, reflejadas en el esplendor geométrico de los dibujos de Hilberseimer o Le Corbusier y, sobre todo, hipnotizados por la posibilidad de ocupar suelo y construir edificación de forma acelerada, dos estrategias que alimentaron los sueños húmedos de un sistema capitalista a punto de entrar en los treinta gloriosos años de imparable crecimiento. 

El modelo estadounidense de vivienda unifamiliar dispersa, al servicio del coche, la televisión y el trabajo de la mujer encerrada en casa, no constituía sino una traducción horizontal de la misma filosofía asociada a la velocidad de producción y desplazamiento como un fin en sí misma. Y en el subconsciente de ambas modalidades de la misma filosofía, la burbuja higiénica que envuelve al individuo como mónada de lo social y la idea de un espacio abstracto, homogéneo, sin atributos, susceptible de ser ocupado ad infinitum.

Corbusier

La ciudad de la velocidad y las distancias largas: un sueño húmedo de la modernidad (Le Corbusier, Plan Voisin, 1925).

Periferias residenciales anómicas, desequipadas, espacios entre bloques amorfos, carentes de identidad, inadecuados para el encuentro convivencial, imposibles de mantener, grandes extensiones de tejido histórico destruido o invadido por el coche, fantasmales urbanizaciones de viviendas unifamiliares suburbanas, mareas pendulares de commuters recorriendo en masa el camino de casa al trabajo y del trabajo a casa… no es necesario recalcar cuales fueron las consecuencias de un modelo de producir ciudad taquiadicto, cronófago y energívoro escudado inicialmente en una visión deliberadamente simplista y esquemática de los postulados higienistas.

Ha sido la paulatina irrupción al primer plano del paradigma ecológico como nueva forma de entender el mundo, a la vista de la degradación planetaria, el agotamiento de recursos  y la crisis climática provocados por dicho modelo de extensión urbana, la que ha permitido a lo largo del último medio siglo ir vislumbrando los elementos constitutivos de un nuevo modelo de ciudad basado en el estudio atento de los errores y los aciertos del pasado, pero sobre todo en la comprensión de la interrelación entre los flujos de energía, materia e información, y en la conciencia clara de los límites, todo ello dentro de un marco de referencia en el que la naturaleza no es un sujeto diferenciado sino el tejido primordial al que pertenecemos como especie.

Entre estos elementos constitutivos, la densidad, la compacidad y la mezcla de usos aparecen como condiciones básicas para propiciar en el ámbito urbano la estrategia de compartir espacio y recursos, ineludible en un escenario de límites finitos, y como mecanismos para propiciar los escenarios de socialización y convivencialidad, de intercambio de información, servicios y afectos que constituyen la esencia civilizadora de la polis. Reducir las distancias constituye, en suma, la condición primordial que subyace a este modelo ecológico de ciudad.

La tentación es grande de instalarse en la aparente incompatibilidad entre este modelo, deseable desde muchas dimensiones, y las ineludibles estrategias que impone la amenaza de un virus que se alimenta del contacto humano. Pero dejarse vencer por esta tentación implica optar ciegamente por uno u otro extremo afrontando las graves consecuencias que conlleva olvidar el otro. En el ámbito del urbanismo, la opción por mantener las distancias a toda costa puede abrir la puerta de nuevo a los modelos de dispersión, comprobadamente insostenibles, u otorgar un impulso indeseable a modelos de segregación como las gated communities, concebidas como fortalezas para las élites globales. Desde esta perspectiva, el modelo de la ciudad mediterránea compacta y diversa podría contemplarse como un escenario de riesgo. 

En sentido contrario, no contemplar la densidad excesiva como factor de riesgo puede contribuir a menospreciar la necesidad de abordar de forma urgente como problema global la realidad de un planeta de ciudades miseria (ref. Mike Davis) y de ciudades producto de las desregulación urbana, verdaderas bombas sanitarias de relojería a las que la pandemia ha quitado ya la espoleta, especialmente en África y Latinoamérica

Sin embargo, el nuevo paradigma ecológico nos ofrece claves para afrontar desde la complejidad el aparente dilema entre reducir y mantener las distancias, convirtiéndolo en una oportunidad para, por una parte, reforzar los argumentos implícitos en el modelo de la ciudad de la mezcla de usos y las distancias cortas y, por otra, para solventar las dicotomías que aún aquejan algunas versiones de dicho modelo, como aquellas que abogan por un incremento lineal de la densidad como medida de sostenibilidad, rehuyendo los peligros del hacinamiento y  la aglomeración innecesarios, siendo el sanitario el que ha pasado dolorosamente al primer plano.

 

muro

La segregación y la desregulación como bombas de infección global: la inutilidad de los muros.

Para ello es crucial distinguir entre las estrategias inmediatas de lucha contra la actual crisis sanitaria, que deben regirse inevitablemente por un criterio de eficacia a corto plazo, y los objetivos de transformación del modelo  a medio y largo plazo, que deben incluir todas las restantes amenazas a las que nos enfrentamos como especie, y en especial, la crisis ambiental. La diferencia y la complementariedad entre medidas de adaptación, dirigidas a los efectos, y medidas de mitigación, enfocadas a las causas,  con la que se ha enfocado la lucha contra el cambio climático puede servir de referencia aquí.

El reto está en identificar muy claramente aquellas estrategias que mejor pueden ayudar desde este mismo momento a la consecución de dichos objetivos de transformación, distinguiéndolas muy bien de aquellas cuyo mantenimiento en el tiempo podría contribuir a agravar peligrosamente los problemas estructurales de relación entre el entorno urbano y el medio, acelerando el desastre ambiental. Se trata, en suma, de trasladar al  ámbito de lo ambiental una lógica que aparece como evidente en el campo de lo económico.

Es mucho lo que se está avanzando estos días en este sentido en el ámbito de la reflexión sobre el nuevo modelo, especialmente en al ámbito de la movilidad, y cada vez aparece con más claridad lo razonable como estrategia de futuro de la ciudad de las distancias cortas y la mezcla de usos, rebautizada como ciudad de los quince minutos, en la que el espacio actualmente colonizado por el coche, que obliga a los viandantes a aglomeraciones innecesarias en sus reductos de circulación, pueda liberarse para los modos de movilidad activos, dando lugar a una ciudad con renovadas oportunidades para el intercambio social fructífero sin los riesgos del hacinamiento. 

Sin embargo, las estrategias que se proponen para el transporte público, aunque puedan ser inevitables a corto plazo, son objetivamente insostenibles a medio y largo plazo, pues conducen inevitablemente a consumos energéticos y materiales que anulan por completo la eficacia probada del transporte colectivo. Es por ello, que es preciso empezar a construir relatos que, a la vez que aboguen por la eliminación de los viajes innecesarios, ayuden a no alimentar el miedo irracional al cuerpo del otro y a presentar como deseable la recuperación del contacto social, pues lo contrario puede ser el embrión de un distópico escenario de clausura de lo social.

Son muchos otros los campos en los que es preciso aplicar esta mirada a la búsqueda simultánea de amenazas y oportunidades, empezando por el riesgo de colonización explotadora del tiempo por parte del teletrabajo como opuesto a la oportunidad que ofrece como mecanismo para la flexibilidad, la conciliación y reducción de los desplazamientos innecesarios. El modelo de producción, los cuidados, el espacio doméstico,  el concepto de propiedad, las relaciones entre sociedad, estado y marcado, todo debe ser contemplado con estos nuevos ojos, pues el futuro que nos espera dependerá de una acertada identificación de los pros y los contras en relación con el escenario deseable que entre todos construyamos. Y en cualquier caso, partiendo de la conciencia de que ese futuro tendrá que basarse inevitablemente en las distancias cortas. 

Son muchas las lecciones, positivas y negativas, que el gigantesco experimento planetario del confinamiento forzoso nos ha brindado para avanzar hacia ese futuro. Pero conviene no perder de vista que, según parece, este gripaje brusco de la maquinaria tecno-industrial no se ha traducido por el momento en un descenso significativo a nivel global en la presencia de gases invernadero en la atmósfera, sino solamente en su mantenimiento en niveles estables. Volver a poner en marcha la maquinaria sin cambiar su lógica no parece una estrategia adecuada al principio de precaución.

Desde esta óptica, el abordaje por fases en la lucha contra la pandemia aparece como el más razonable, y sobre ello no debe caber la menor duda si queremos evitar un desastroso retroceso, pero  sin perder nunca de vista que nuestro reencuentro en la tercera fase no debe estar en absoluto dominado por el miedo a seguir caminando juntos.

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