ESPACIO PÚBLICO QUE ORDENA VERSUS LUGAR COMÚN QUE CUIDA
por Begoña Pernas
Recientemente me he encontrado con esta disyuntiva en un documento de trabajo sobre género y urbanismo. Sintetiza algo importante, un desplazamiento político que tiene alcance y hondura, y que en su forma dicotómica obliga a tomar posición. La intuición es rápida: a todos nos gusta que nos cuiden, rara vez que nos ordenen (o que nos den órdenes). Además, los lugares son preferibles a los espacios; tienen un sentido cultural, un contenido compartido, mientras que el espacio es una abstracción. Por último, lo público es un término positivo, pero lo común, la comunidad, parece despertar ecos más actuales, aunque como realidad histórica sea mucho más arcaica.
Además, estas expresiones evocan otro sentido, más metafórico: dan a elegir entre un Estado paternal que ordena y una ¿comunidad? maternal que cuida. Este giro histórico no tiene nada de banal: es el pensamiento feminista el que ha puesto el acento en las tareas de cuidado como función básica de la economía y de las ciudades. Tras un siglo de primar la producción, el núcleo de los debates se ha desplazado a la reproducción.
Aparentemente, el primer término, más clásico e históricamente anterior, ha quedado superado por el segundo, o más bien por su promesa. Pues lo primero a destacar es que el primer conjunto es conocido. Es lo que ha configurado nuestras ciudades: un espacio de titularidad pública, y abierto al público, con límites y usos que nacen de un planeamiento estatal y tienen fuerza jurídica.
El segundo término es más incierto. ¿Qué significa ese lugar común que cuida? Aparentemente, implica que los espacios no privados de la ciudad podrían ser lugares de arraigo, sentidos por sus habitantes como propios, con formas de gestión no estatales y una comunidad que participa en su diseño. En cuanto a sus fines, no serían indeterminados sino que buscarían el bienestar de los usuarios y la posibilidad de realizar de forma grata y reconocida las tareas de cuidado. Así, estas tareas dejarían de ser secundarias, privadas o familiares, no tenidas en cuenta por los planificadores y se convertirían en asunto colectivo y atendido fuera de casa. El diseño de las ciudades tendría que conocer esas necesidades y asumir su solución. ¿Qué necesidades? Todas aquellas que corresponden a la vida privada, y que eran, hasta tiempos recientes, responsabilidad básica de las mujeres en tanto que amas de casa, sobre todo en aquello que no cubrían los servicios públicos: tener hijos, cuidar y educar a los niños, socializar, limpiar y cocinar, atender a los ancianos o enfermos, mantener la vida social y cultural de los barrios.
Pero, ¿puede hacer eso un lugar? Sin duda las calles cumplían muchas de esas funciones. Precisamente su indeterminación como espacios abiertos y públicos, permitían que muchas personas las usaran de modos diversos, más o menos anónimos según la escala. En los últimos años, las calles han retrocedido y se han vaciado en gran medida de esas funciones. Por el diseño de los barrios residenciales nuevos, por la primacía universal de las casas y de las vidas privadas, por el tráfico, por el aumento de la desconfianza social, el retroceso del comercio de proximidad, la desaparición de la infancia callejera, etc. Lo público ha retrocedido frente a lo privado en todos los sentidos imaginables. Y las calles han perdido la batalla frente a las casas.
Pero al hablar de “lo común”, no se reclama su regreso en forma de inversiones, equipamientos y defensa de la calle, sino que se ha dado un salto que nos lleva a otro lugar. No es ya el Estado sino las personas las que deben entender lo que las une y construir lo común, espacios de crianza, casas colaborativas, huertos y solares auto gestionados, lugares participativos.
Todas son iniciativas interesantes, pero privadas o semi privadas. Solo que lo privado no se entiende ya como un mundo de individuos o de familias en sus hogares, sino como una red de apoyo mutuo, más amplia que la familia, y más espontánea y voluntaria. Se reclama que el diseño de las ciudades favorezca o anime a esa construcción de lo común. La idea de lo común, con su indefinición, quiere superar la dicotomía público-privado que fundó las ciudades contemporáneas y la división del trabajo sexual. Es una tercera vía que desea escapar tanto del poder del Estado y la rigidez de la burocracia como de la soledad autosuficiente y a menudo opresiva de los hogares.
La metáfora de la red se une a las experiencias políticas de una generación para una propuesta que tiene grandes incertidumbres. La primera es que si el Estado renuncia a ordenar las ciudades, el mercado tiene mucha más fuerza que las voluntaristas redes ciudadanas; en segundo lugar, lo público es un concepto jurídico y político: significa que uno tiene el derecho a estar en determinados espacios, cualquiera que sea su condición social y la naturaleza de sus relaciones. Sin ese derecho, los lugares pueden estar sujetos a normas no estatales de admisión o exclusión. Dicho con sencillez: uno no tiene que caerle bien a nadie para estar en la calle. O para recibir atención en un hospital público. Mientras que las comunidades siempre han tenido identidades propias, religiosas, políticas, territoriales. Las propiedades comunales eran de un pueblo concreto, no de una masa anónima de ciudadanos.
Se puede exigir a las administraciones que diseñen y promuevan una ciudad que facilite la reproducción, la conciliación, la autonomía de la infancia, la salud, etc. Pero el “cuidado” implica voluntariedad y devoción. Se cuida a los que se quiere. Se cuida cuándo y cómo se quiere. Los derechos sociales, muchos de los cuales son ampliables a nuevas necesidades, son derechos y nada tienen que ver con el amor ni con la identidad. Hace falta una autoridad que los garantice, no un grupo humano que los sostenga.
Poner de relieve el valor de la reproducción o la crisis de la natalidad, y exigir mejoras y derechos en torno a esta dimensión social básica, no implica necesariamente optar por la auto organización de esferas privadas de atención y apoyo mutuo, por seductoras que nos parezcan.