Como sucede siempre con la seguridad, todo es paradoja: en la ciudad están más protegidas –y así lo expresan en entrevistas y encuestas- las mujeres adultas, nacionales, con pareja heterosexual y que viven en el centro de las ciudades. Cuanto más te alejas del hogar, física o simbólicamente, más te expones, más exclusiones o agresiones puedes sufrir. La edad, por ejemplo, te hace híper visible en el espacio público y virtual–caso de las adolescentes- o peligrosamente invisible, lo que sucede con las mujeres mayores; la condición social te lleva a espacios menos urbanizados, con menos comercio, e infraestructuras que rompen la trama urbana y hacen que los cuerpos se sientan más vulnerables.

Y la exclusión total del orden hogareño se da en las mujeres que ejercen la prostitución, las personas transexuales y las raras, las mujeres sin hogar, tres fronteras absolutas del círculo de la convención. El hogar simbólico que es la nación produce también sus exclusiones: personas sin papeles o racializadas tendrán más miedo y sentirán menos protección en la ciudad.

Y al mismo tiempo, sabemos por los datos y la experiencia colectiva que tanto la agresión sexual como la violencia de género se producen en casa, con personas conocidas, a veces familiares, o por parte de parejas. La ciudad empuja a un hogar que es también el sitio más inseguro para muchas mujeres.

¿Qué ha pasado entonces con la crisis sanitaria cuyo lema y mantra fue “quédate en casa”? Un segundo estudio, encargado también por el área de igualdad del Ayuntamiento de Madrid, analizó su impacto, volviendo sobre los pasos del primero: el covid, como experimento a gran escala, ha acentuado las tendencias ya descritas: ha aislado más a los mayores; ha metido en casa a la infancia “preconfinada”; ha dejado sin redes a las adolescentes, ha acentuado la ya enorme distancia social entre barrios y entre tipos de empleo, ha mostrado las costuras de una sociedad que reaccionó tal como es.

La simpleza de la respuesta tuvo un impacto terriblemente desigual que sigue el esquema descrito. Las mujeres sin hogar desparecieron del radar de las pocas organizaciones que han aprendido a seguir sus pasos; las que viven de la prostitución se encontraron sin medios de vida ni formas de conseguir ayudas, dada su inexistencia administrativa y el estigma que las envuelve; y qué decir de las familias gitanas, sin mercadillos para sobrevivir y sin reuniones para hacer su duelo; o de las madres sobrecargadas de trabajo al no poder separar el trabajo doméstico del asalariado. También sabemos ahora que el silencio de la violencia de género –doméstica- era solo una pausa.

No basta con decir que todo pudo hacerse de otra forma. Hay que entrenar otras formas de hacer. Años de privatismo social e ideológico han diseñado nuestras políticas: si pensamos que las políticas públicas consisten en construir equipamientos, estas desparecen cuando estos cierran. Hubiera sido interesante abrir los coles para familias que no podían conciliar, hacer política de deporte o de cultura en los parques, establecer una emergencia digital para la enorme brecha que se abrió ante los más pobres que tenían que solicitar ayudas con las oficinas cerradas. La lista es larga y orienta el futuro.

El covid nos ha ayudado a entender que el aislamiento es la auténtica pandemia y que hay que favorecer todo aquello que nos hace más fuertes: las calles en primer lugar, las entidades vecinales, las políticas públicas.

El resultado del estudio de 2018 puede leerse aquí:   https://www.madrid.es/UnidadesDescentralizadas/IgualdadDeOportunidades/EspInformativos/IgualdadMujeresHombres/Contraviolenciasmachistas/ficheros/diagnosticomadridseguramujeresmarzo2019.pdf

Y el informe sobre el impacto covid en el siguiente enlace:
https://www.madrid.es/UnidadesDescentralizadas/IgualdadDeOportunidades/Publicaciones/Publicaciones%202021/DiagnosticoCiudadSeguraCovid2021def.pdf