HABLAR SIN HABLAR  (DEL CAMBIO CLIMÁTICO)

por Begoña Pernas

El cambio climático es un relato saturado. Su intensidad ciega. Tiene tanta fuerza que acalla otras voces. ¿De dónde viene su fuerza? Es una metáfora. Es la metáfora del fin de la civilización industrial y del nacimiento de un nuevo mundo productivo de contornos imprecisos. Es la metáfora del cambio global y de sus riesgos. Reúne y simplifica todos los riesgos del futuro. Por eso tiene tanta fuerza narrativa.

Pero hay otras voces y hay que oírlas. ¿Qué dicen esas voces? Traza y Gea21 realizamos el año pasado una investigación cualitativa, con personas de clase obrera, hombres y mujeres, adultos y jóvenes, autóctonos y emigrantes. Para ellos, es evidente que estamos ante el fin del mundo industrial, solo que ese mundo es su mundo, no solo un modo de vida, una forma de producir y de consumir, sino unos valores y unos vínculos; una cultura de clase, una sociabilidad, con su moralidad y sus relatos: nos hablan de dos figuras concretas, ya desaparecidas, el obrero y la vecina, es decir la moral obrera y la solidaridad vecinal. No son identidades, sino posiciones. Su valor es el vínculo social que generan y sostienen. Su desaparición o su irrelevancia les hace decir que “yo no veo sociedad”. Se preguntan si ellos también van a ser descarbonizados.

La clase obrera observa esta transición y piensa qué gana y qué pierde con ella. Ve cómo se despliega un mundo de individuos y una cultura cosmopolita cuyo rasgo es que se cree libre de obligaciones culturales o de lazos de obligación con comunidades atadas al territorio. Una de sus banderas es el cambio climático y la forma en que lo relatan aliena a los trabajadores.

¿Cuál es su crítica al relato?

  1. Aparece como un mal sin límites, una catástrofe sin marco histórico preciso. Eso lleva al repertorio emocional del terror y la culpa individuales, y esos relatos les parecen propios de la religión. Añadiría por mi parte que se trata de una religión calvinista: somos culpables por el hecho de existir y debemos comportarnos impecablemente sin saber si somos los elegidos o los condenados.

  2. No hay un marco político de discusión (el planeta no tiene gobernanza) y eso rompe las cadenas de sentido de las políticas públicas. Les parece evidente que temas tan graves deberían dar lugar a políticas públicas fuertes que hablen de urbanismo y zonas inundables, de la falta de natalidad, de agricultura y distribución, de tiempos de trabajo y movilidad, de capacidad de organización de los barrios, etc. Piden políticas nacionales, porque la clase obrera y la nación están unidas históricamente, se hacen a la vez y su existencia política no es ni local ni global, sino nacional: “En mi país antes había vacas, había cerdos, había de todo… ¿qué hay ahora?”

  3. Sobre todo no hay sujeto. Ese relato lo protagoniza la Humanidad, que se comporta como una niña malcriada a la que hay que educar o sobre la que ha caído una peste, una maldición. Hay otros actores, científicos y jóvenes hiper conscientes, y gente vulnerable. Ellos son llamados vulnerables, cuando tienen intacta su razón y su capacidad de actuar.

  4. La gravedad unida a la falta de capacidad de actuar de los Estados les hace pensar que hay un truco. No ven esas políticas fuertes que obligarían a las multinacionales a cambiar sus procesos o a no llenar de plásticos los océanos. Eso les hace pensar que detrás del relato hegemónico hay un negocio o una estafa. Una cortina de humo. Religión y negocio, esa es su conclusión crítica con el consenso climático tal como lo perciben. Su símbolo es el coche eléctrico, un nuevo bien de consumo que aparece, una vez más, fuera de la cadena de sentido.

Cuentan así otra historia: la de una gran contradicción. Se les pide continuamente que actúen, y les gustaría hacerlo, saben cuidar lo colectivo, es aquello en lo que creen, pero el terreno de acción, el trabajo y el barrio, no deja de menguar. Si no hay comercio, los barrios están muertos, si no hay hijos y las relaciones sociales son inexistentes, ¿en qué fundar la acción colectiva? Si no hay fábricas, ni cadenas de producción, ni agricultura y pueblos, ¿cómo organizarse para conseguir derechos?

El relato actual lleva a la impotencia popular. Y la impotencia lleva a la melancolía y al enfado.

En este sentido, podemos decir que el cambio climático es un mito. No sabemos si un mito fundador o un mito fúnebre, sobre el fin de una civilización. El valor del mito es mover y es unir a las sociedades, borrando las diferencias. El valor de la política es plantear la disidencia y la discusión en el cuerpo del mito. Mito y política son opuestos. Todo mito despolitiza porque saca el tema de la escala, temporal y espacial, donde los ciudadanos podemos actuar y discutir las opciones según nuestros intereses y posiciones. El mito borra las posiciones: todos estamos en el mismo barco.

Pero cuando la narración que se hace implica el fin de tu mundo social y de tus vínculos, quieres politizarlo, es decir mostrar que hay enfrentamientos, intereses y luchas en el seno de esa gran transformación, que hay ganadores y perdedores. Esta es a la conclusión de nuestro estudio: escuchemos otras voces, otros relatos, las historias que cuentan los perdedores de la sociedad global, porque estas nos hablan de algo esencial. Nos hablan de “lo que perdura de lo perdido” (Salvador Pernas, Los dobles y el monstruo, Shakespeare´s madman. Irrecuperables, 2024).

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Esta charla formó parte del evento “Compromiso con el clima” que tuvo lugar en la Casa Encendida el 12 de noviembre de 2024.

Se basa en el estudio realizado por Traza y Gea21: “Cambio climático y clase social”