La clave velocidad y la aparición del urbanismo
por Carlos Verdaguer [1]

"Desde el comienzo de la revolución de los transportes, ciertos hombres tuvieron el mérito de reconocer en el deseo de movimiento, de peregrinación o de viaje, un deseo relacionado más con la divulgación de la velocidad que con la divulgación de lo lejano y remoto”. (Paul Virilio, La estética de la desaparición. Anagrama, Barcelona, 1988; pag 116)

La ciudad del movimiento libre y rápido era una ciudad para los privilegiados” (Richard Sennett, Building and Dwelling. Ethics for the city, Allen Lane, Milton Keynes, 2018 pag183)

"Haste makes waste" [2] (Lewis Mumford, El pentágono del poder. El mito de la máquina 2. Pepitas de Calabaza, Madrid, 1970, 2011, pag 713)

 

Mientras los saltos de escala en el desarrollo de las ciudades se mantuvieron dentro de los umbrales de la energía metabólica y, por tanto, dentro de las velocidades de desplazamiento y de procesamiento propias de la humanidad desde sus orígenes, los problemas derivados del aumento en las dimensiones físicas de los asentamientos urbanos pudieron abordarse, aunque fuera de modo muy imperfecto, a través de soluciones y mecanismos relativamente  ajustados a los ritmos de aparición de los problemas. La permanencia del sentido cíclico del tiempo y, por tanto, la incapacidad de concebir un futuro diferente para el que fuera necesaria una planificación a largo plazo, contribuyó a privilegiar las soluciones ad-hoc. La propia dimensión relativamente reducida de los problemas y el hecho fundamental de que éstos se cebaran principalmente en las capas más pobres, contribuyó a mantener formas de desarrollo urbano de carácter adaptativo. 

Hasta que se produjo la explosión del industrialismo, el incremento de las velocidades se desarrolló de un modo paulatino y controlado hasta acercarse a los máximos de aprovechamiento de la energía metabólica, aplicada a mecanismos cada vez más sofisticados y eficientes para explotar las energías renovables del agua, el sol y el viento. El incremento en las velocidades de desplazamiento por tierra y especialmente por mar incrementó a su vez la velocidad de los intercambios de productos y, sobre todo, de conocimientos con los cuales abordar los problemas derivados del crecimiento urbano.

La auténtica explosión del desorden urbano que llega hasta nuestros días se produce a partir del siglo XVIII, cuando se descubre la forma de explotar de forma eficiente la capacidad energética contenida en las entrañas de la naturaleza en forma de combustibles fósiles, empezando por el carbón.  Es habitual describir esta explosión en términos espaciales y cuantitativos, haciendo referencia a las enormes cantidades de productos fabricados, a las gigantescas dimensiones de los artefactos creados por el industrialismo, empezando por las ciudades. Sin embargo, es mucho más adecuado para entender mejor la lógica y el carácter de las transformaciones producidas describir esta explosión en función del que hemos identificado como factor clave, es decir, la velocidad.

No cabe duda, en efecto, de que la terrible Coketown descrita por Dickens y elevada por Lewis Mumford a paradigma de la megalópolis industrial son fundamentalmente producto de la velocidad. Lo que el vapor a presión domeñado por Watts consigue en el curso de unas pocas décadas, aplicando la enorme capacidad calorífica del carbón a los eficaces mecanismos del transmisión de la fuerza  y del movimiento que se venían desarrollando desde la invención ancestral de la rueda, es fundamentalmente multiplicar por un factor aproximado de diez la velocidad potencial de los desplazamientos y los procesos, hasta entonces regida exclusivamente por la energía metabólica de las bestias y los seres humanos.

Esta capacidad inusitada de producción y movimiento, contemplada desde la óptica del naciente capitalismo, no auguraba sino una multiplicación igualmente gigantesca de las ganancias asociadas a aquellos flujos acelerados de materiales y energía. La nueva disciplina de la economía, que había aparecido como herramienta de buen gobierno para racionalizar los flujos de recursos, proporcionó los medios conceptuales para racionalizar ahora esas expectativas de lucro con el atractivo estandarte de la abundancia para toda la humanidad. Lo que no se tuvo en cuenta, olvidando la lección de los fisiócratas, fue que aquel factor multiplicador inusitado iba a aplicarse igualmente a partir de aquel momento a la velocidad de agotamiento de los recursos básicos que, en la forma de capital natural, hacían posible aquella milagrosa cornucopia.

Las consecuencias inmediatas de aquella aceleración súbita, sin embargo, no tuvieron que ver con un agotamiento aún relativamente muy lejano de unos recursos que, contra toda lógica y evidencia, se querían considerar virtualmente inagotables, sino con la velocidad en sí misma, que invalidaba la lógica adaptativa que hasta entonces había regido todos los procesos de transformación del entorno por parte de la especie humana a todas las escalas, desde la producción de objetos hasta la construcción de ciudades, desde el cultivo de la tierra hasta la generación de cánones de belleza.

Estos procesos adaptativos se habían basado fundamentalmente en la aplicación reiterada a lo largo del tiempo por parte de las comunidades de las fórmulas de éxito comprobado para hacer frente a problemas que no habían cambiado en generaciones, por una parte, y por otra en la prueba y el error, es decir, la parsimoniosa validación o refutación empíricas de las hipótesis imaginadas y ejecutadas al enfrentarse a nuevos problemas. Por otra parte, las consecuencias de los errores eran proporcionales a la limitada capacidad de transformación del medio en términos espaciales y temporales: es decir, abarcaban extensiones relativamente reducidas del territorio o tardaban generaciones en hacerse visibles en forma de colapsos

El incremento de la velocidad se tradujo en un acortamiento de los tiempos trascurridos entre las intervenciones y los impactos a todas las escalas, y en una extensión de las transformaciones urbanas y territoriales hasta límites previamente inconcebibles. Las ciudades comenzaron a crecer descontroladamente en extensión alrededor de los recintos que hasta entonces las habían contenido, engullendo paisajes rurales y naturales, desgarrando y sustituyendo los tejidos históricos, pulverizando sus muros para ocupar también el espacio vacío resultante en el interior.

Para responder a este crecimiento, las geometrías simples del orden impuesto, pensadas para la velocidad, sustituyeron implacablemente a las geometrías complejas del orden emergente, recuperando las pautas de ocupación acelerada que históricamente se habían reservado para la conquista y colonización del territorio enemigo. Y no podía ser de otra forma, pues los tiempos acelerados no dejaban espacio, literalmente, para la prueba y el error, mientras que la planificación aún no estaba en la agenda de ninguno de los múltiples agentes en juego, enfrentados en choques tan brutales como la velocidad histórica a la que se producían. El hacinamiento, la suciedad y las enfermedades se extendieron ante los ojos espantados de todos los contemporáneos del naciente industrialismo, al margen del lugar que ocuparan en el terreno de juego, pues a nadie escapaba la imparable transformación cotidiana de todos aquellos paisajes que hasta la generación anterior habían parecido inmutables.

Fue en este panorama caótico construido aceleradamente entre la segunda mitad del siglo XVIII y los inicios del siglo XX donde hizo su aparición el urbanismo como disciplina paliativa, sobre todo cuando las élites comenzaron a contemplar aterradas cómo la marea pestilente de Coketown les rozaba la punta de los pies, cómo la competencia entre sus diferentes intereses por explotar los recursos del territorio amenazaba con bloquear el sistema y cómo de la olla a presión de los cada vez más numerosos desheredados comenzaban a surgir alternativas amenazadoras lideradas por el 'fantasma del comunismo' (Marx, 1848). 

Lo que dio desde el inicio su carácter de cajón de sastre, pero también intrínsecamente dialéctico, a esta nueva disciplina permanente atravesada por las tensiones internas es precisamente que en sus orígenes confluyeron los temores y las necesidades de las élites y las esperanzas y deseos de los desheredados: alimentada al mismo tiempo por los modelos comunitarios y sustancialmente holísticos del socialismo mal llamado utópico, por los mecanismos de mediación ideados por las élites capitalistas para lidiar con sus conflictos de intereses en torno a la propiedad y explotación del suelo bajo la égida del Mercado y el Estado, por la bienintencionada voluntad higiénica y sanitaria de los reformistas adalides del progreso en su versión más social, por los ideales románticos de belleza y clásicos de urbanidad de las élites artísticas y culturales, y desarrollado en pleno auge del paradigma científico mecanicista, la disciplina adquirió pronto una carta de naturaleza híbrida que se mantiene hasta nuestros días.

Podría decirse tal vez que es precisamente esta naturaleza híbrida y contradictoria una de las razones por las que el urbanismo como disciplina de la planificación espacial, a pesar de sus valiosas aportaciones a lo largo de sus casi dos siglos de existencia, no ha sido capaz de evitar los efectos globales de la onda expansiva generada por la explosión del desorden que se inició en el siglo XVIII.

Por otra parte, ha sido también esta naturaleza contradictoria la que ha facilitado esas valiosas aportaciones, consistentes en muchos casos en la traducción a términos espaciales de las alternativas más avanzadas contra la expansión del caos. Por tanto, considerando esta naturaleza heterogénea y compleja como una oportunidad, parece razonable seguir recurriendo a la herramienta del urbanismo, identificando sus fortalezas y debilidades y solventando sus evidentes insuficiencias desde la perspectiva del paradigma ecológico, para intentar que la tarea ingente de hacer frente a los enormes problemas del hábitat humano en un escenario de crisis global  vuelva a ser una empresa colectiva. 

[1] Este texto está extraído de la tesis doctoral (2019). La ciudad de las tres ecologías : elementos para la consolidación del paradigma ecológico en la planificación urbana y territorial = The city of the three ecologies : elements for the consolidation of the ecological paradigm in urban and territorial planning. Escuela Técnica Superior de Arquitectura (Universidad Politécnica de Madrid). , pags 37 a 40

[2] La prisa genera despilfarro

Atlanta 1871Albert Ruger