La liebre y la tortuga
por Màrius Navazo
Esta vez, la liebre será el coche. Y la tortuga será la bicicleta. Ya conocemos la fábula y hasta sabemos sobradamente como acaba. Pero expliquémosla una vez más, para conocer los detalles del porqué la liebre –que tanto puede llegar a correr- llega más tarde que la tortuga –que tan despacio avanza.
Salieron el coche y la bicicleta a la vez, con el objetivo de hacer un trayecto dentro de ciudad. Al momento, el coche ya se distanciaba claramente de la bicicleta, pero pocos metros más allá aquél ya estaba distraído y parado, mirando una luz roja. ¡Ah, la luz roja del semáforo! La habían inventado expresamente para los coches ¡y era tan cautivadora! Así que ahí se quedó el coche ensimismado, observándola durante un buen rato, hasta que una luz verde lo sacó de su encantamiento y prosiguió su marcha. De hecho, esto pasó varias veces a lo largo del recorrido. Sin embargo, la luz roja no tenía los mismos efectos aturdidores sobre la bicicleta. Ésta ponía mucho cuidado al pasar entorno a una luz roja, reduciendo aún más su ya lento caminar, casi parándose o parándose del todo. Pero la bicicleta no quedaba abrumada mirando el rojo, sino que seguía observando todo lo que sucedía a su alrededor y adaptando su lento discurrir. Y es que esas luces no iban mucho con ella…¡igual que les pasa a los peatones! Como en su día pusieron las luces para que no chocaran al cruzarse los que corren mucho, resulta que -si eres de los que no corren y te da tiempo a observar- no le ves mucho sentido a quedarte pasmado ante una luz roja. Y sigues haciendo como siempre: miras a un lado y otro y, si es seguro pasar, pasas.
En éstas avanzaba la bicicleta cuando, al girar una calle, se encontró una fiesta de coches. Eran pocos, pero ahí estaban todos apelotonados. Y incesantemente se iban añadiendo más y más coches que llegaban de aquí y de allá. La verdad es que seguían siendo pocos, pero en un momento la fiesta ya llegaba hasta la otra calle. Ni falta hace decir que nuestro coche protagonista ahí andaba metido, pasándoselo en grande con sus semblantes. Y en medio de tanto lío, nuestra bicicleta consiguió pasar. Mientras, no sin cierta envidia, pensó en los pocos coches que se necesitaban para montar aquella fiesta. ¡Cuántas bicicletas se necesitarían para montar un fiestón semejante!
Con esos pensamientos, la bicicleta fue haciendo camino, dejando atrás el coche y su gran fiestaza. Y ya vislumbraba la meta final cuando, de repente, apareció de nuevo el coche por detrás y la avanzó rápidamente. El coche estaba a tocar del destino final y, como siempre, pensó que aquél iba a ser su día de suerte, con una plaza de aparcamiento libre justo delante de su meta. Una plaza que la fortuna tenía que haber reservado sólo para él, esperándolo a que llegara para que pudiera finalizar instantánea y felizmente su trayecto. Pero aquello, un día más, no sucedió. Así que comenzó a dar vueltas a la manzana, después a la manzana de al lado, y más tarde dos manzanas más allá, hasta que consiguió aparcar(se). Y, con todo esto, huelga decir que, cuando llegó a destino, ahí estaba desde hacía un rato la bicicleta tomándose tranquilamente su caña (*).
(*) En las “Carreras del Transporte” que organiza anualmente la Asociación para la Promoción del Transporte Público en distintas ciudades catalanas, las bicicletas llegan las primeras en muchos casos. Cuando no llegan las primeras, nunca es el coche quién las gana (quién acostumbra a llegar en las últimas o última posición, comportando que hasta sea más lento que el peatón). Y lo más importante: estos resultados se observan aunque se obligue a aparcar correctamente las bicis y los ciclistas no puedan saltarse los semáforos.