El programa de renovación de entornos escolares, Protegim les Escoles, es una iniciativa ambiciosa presente en muchos barrios de la ciudad de Barcelona. Este programa tiene elementos realmente interesantes, como el trabajo intersectorial entre distintas áreas municipales, que va a permitir acometer proyectos en más de cien escuelas en 2021. En esta interesante iniciativa que busca mejorar la calidad del aire, la seguridad peatonal y la promoción del encuentro y el juego en las proximidades de los colegios, hay un planteamiento de raíz que me parece cuestionable y tiene que ver con el concepto de “protección” y todo lo que eso conlleva.
Las intervenciones de mejora han consistido en la pacificación del tráfico, la ampliación de aceras, la colocación de mobiliario urbano y elementos jugables, la señalización y la instalación de vallas. Este último elemento crea unos “corralitos” frente a los colegios que contradice el propio esfuerzo municipal ¿Por qué el uso de vallas cuando lo que se busca es generar un entorno seguro? ¿En esto consiste proteger, en aislar a los niños y niñas?
La segregación de usos, a través de estos artefactos, facilita que quienes pasan en coche se puedan sentir muy “seguros” de que nadie va a cruzar fuera de los pasos reglamentados y así conducir despreocupados. Los menores encuentran un nuevo espacio segregado, tal como lo están entre los muros del colegio o las vallas de los parques infantiles. Otro lugar exclusivo y bien señalizado que hace eco que niñas y niños solo pueden estar tranquilos si viven ajenos a la vida urbana.
Aunque vivimos en ciudades y pueblos eminentemente seguros, la crianza se ha rodeado de prevención y miedo en una espiral que parece nadie se atreve a frenar. El grito de que los niños tienen que estar siempre protegidos ha llevado a las familias a acompañar y a vigilar a los pequeños en todo momento, a que la sociedad mire con recelo a quienes dan autonomía a sus hijos y a que se exija a los colegios a que “no rompan la cadena de custodia”. En este clima de alarma social los ayuntamientos ponen nuevas vallas y, con ello, refuerzan la idea de que los niños corren peligros insalvables y necesitan lugares acotados, exclusivos y siempre “protegidos”.
La auténtica seguridad es aliada de la autonomía infantil y se enfoca en transformar el comportamiento de quienes generan peligro y no de quienes son vulnerables. Soluciones donde el coche es el intruso y no el anfitrión de la escena urbana y donde niños y niñas, personas mayores o cualquiera que quiera ir despacio, jugar o pararse, puede transitar sin miedo.
Por eso me saltan las alarmas cada vez que oigo la palabra “proteger”, porque suele estar asociada a minusvalorar las capacidades de quienes consideramos débiles y a controlar y a reducir su autonomía. La protección entendida como aislamiento, lejos de garantizar la seguridad infantil, refuerza la dependencia y hace a niñas y niños más vulnerables, porque les priva de todo lo que ofrece un barrio abierto: la capacidad de explorar, de desarrollar habilidades espaciales y de tejer una red de afectos y relaciones más allá de la propia familia.
Por eso, propongo que los ayuntamientos que están llevando a cabo intervenciones en los entornos escolares replanteen el uso de las vallas y exploren todas las posibilidades que brinda la gestión y el diseño de espacios públicos complejos. Estas calles frente a los colegios deben ser un ejemplo de integración y convivencia urbana y contribuir de manera decidida a que niñas y niños recuperen su ciudad.