Cuando una carretera atraviesa una ciudad tiene dos opciones: imponer su presencia o asimilarse al territorio por el que se adentra.

Imponer su presencia consiste en mantener los criterios, las funciones, las reglas de uso y el propio diseño de la vía. Asimilarse (hacerse parecido) consiste, por el contrario, en adaptarse al espacio y al contexto por el que transcurre.

Durante décadas, en el trance de atravesar una ciudad, la carretera se ha venido imponiendo a ésta, con mayor o menor sutileza, con mayor o menor incorporación de funciones y criterios distintos a los de pasar y pasar velozmente. 

El resultado son miles y miles de tramos de heridas urbanas con las que conviven todos los que las utilizan y no quieren únicamente pasar y pasar rápido: el vecindario, los peatones, los vehículos que buscan aparcar, dejar mercancías, atravesar la vía, recoger la basura, aproximarse a las paradas del transporte público, etc.

Heridas urbanas que supuran ruido, contaminación, pérdida de autonomía infantil, discriminación para personas mayores o personas con discapacidad y un reguero de siniestros viales, que tienen como resultado un 10% de los fallecidos y heridos graves ocurridos en las carreteras españolas.

No es así de extrañar que, sobre todo en los últimos años, se viene registrando la reacción de ciudades y ciudadanía que reclaman, cada vez de manera más numerosa, un mayor equilibrio entre los valores de la carretera y los valores de lo urbano; nuevas maneras de encajar la función pasar con el resto de las funciones de la vía.

Las imágenes siguientes sintetizan ese dilema de la carretera que atraviesa un núcleo urbano. En la primera, la carretera pasa literalmente por encima de la ciudad, mientras que, en la segunda, la ciudad abraza e integra a la carretera.